Siempre
así, adoradores ellos y adorados ellos por todos: los Tres Reyes Magos llegan
en estos primeros días del año, para contentamiento de la humanidad asidua a la
tradición, admirada del escenario fastuoso por el rico atuendo, aunque
sencillo, en el sentido popular de la celebración religiosa. Y de lo religioso,
pasa a lo popular, con el objetivo de alegrar al pueblo, fundamentalmente a los
niños del mundo, que los sienten venir, que les escriben cartas petitorias, y
que por nada aceptarían otra versión que aquella de la fidelidad a la creencia
que los humaniza y familiariza, hasta hacerlos padrinos o compadres en el
círculo breve de un hogar determinado.
Los Reyes de la tradición enseñan muchas
cosas. La iglesia los puso en el lugar de las escrituras con una misión
determinada. El objetivo supremo es reconocer la superioridad de Aquel que
nació Niño y Rey absoluto del universo. El Unigénito, el Mesías, el anunciado
por la historia para librar las grandes causas de la humanidad. A ese Rey
grande habrían de venir a rendir culto los Tres Reyes Magos de Oriente. Desde
los lejanos horizontes llegaría el cumplido de una adoración filial, a entregar
riquezas y honores, a rendir una cálida emoción de obediencia. La iglesia
refiere entonces la actitud de estos varones poseídos de una gran humildad por
encima de toda otra caracterización. La adoración de los Reyes Magos como acto
divino. La leyenda se ha quedado en la historia. Se ha agigantado con el paso
de los siglos, porque en tanto haya una nueva visión o versión dadas por el
artista o el poeta, allí estará la vigencia de estos tres reyes especiales, que
siguen diciendo a la humanidad la conveniencia de aceptar supremacías,
superioridades, estrados por encima, como lección para nunca creerse el ungido
definitivo, porque en resumidas cuentas, nadie tiene la última verdad, ni ocupa
el lugar supremo, sino Aquel que es Dios, y que reúne condiciones impuestas por
el Padre, como paradoja, el mismo Hijo, es decir, la misma grandeza, elevada
arriba, en el Cielo.
Los Reyes de túnicas vistosas. Así los
recuerdo siempre. Mi madre los guardaba con suma reverencia. Jamás en los
cajones se ajaron sus vestidos. Si acaso un leve raspón en la nariz de Gaspar o
un leve desteñido de la túnica de Baltasar. Pero, en definitiva, los tres
respetados señores de tantos años de infancia y adolescencia, vivían en mi casa
en las mejores condiciones, muy cerca del altar de los santos, pues al fin y al
cabo ellos también son santos. Rezongaba mi madre cuando alguno de nosotros se
atrevía a remover la caja, para mirar en su interior el rostro de ébano del Rey
Negro.
Y los artistas han conformado un legado
histórico para testimoniar su admiración por las tres personas reales. Unos los
colocan en el momento supremo de la adoración. Otros en la larga caminata desde
los países orientales. Otros más, en las cercanías del Portal de Belén. Ahí, en
la antesala del pesebre, alegrando el rostro sorprendido del recién nacido, que
hasta el momento de la llegada de los Reyes era sólo heno y animales, y estos
últimos alarmados también por la angelical mirada de la Virgen María, la Madre
de la excelsa criatura naciente. Los Reyes depositando cumplidos en el portal
del otro Rey, del que habían recibido noticias por el brillo mayúsculo de las
estrellas, y por la comunicación directa de los ángeles, que fueron por el
mundo anunciando la nueva del nacimiento del Hijo de Dios.
Los santos Reyes Magos viven
eternamente. Están siempre en medio de los hombres de bien. En la grandeza de
una fe que no muere por su sinceridad. Monarcas de la ingenuidad en lo que de
puro tiene el corazón de los hombres. Vivieron llenos de humildad. Fueron a
postrarse delante de Aquel que no conocían sino por revelaciones divinas. A Él
sirvieron con devoción y desprendimiento. Por eso ellos viven en nosotros, en
nuestra eterna devoción.
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