En San Jacinto permanecen los ancestros,
es la tierra del origen por parte materna. Esta geografía creó amor con el alma
de la abuela Juana, de nuestra madre Sofía, de la tía Laura, del tío Heriberto;
mujeres y hombre trascendentes que mantuvieron encendida la luz familiar; y ya
muertos, perviven en el memorial de todos los espacios, llenos de espíritu en
el que solemos depositar querencias y nostalgias; recuerdos y homenajes.
En San Jacinto se hicieron los primeros
amaneceres, sembrados en la infancia con lenguaje sencillo, fresco, como el
agua del brevísimo riachuelo que solía corretear en el trasfondo del patio de
la casa de la abuela, el mismo que resbalaba por el cerro contrario al
“Miranday”. Y en las cercanías de la casona al frente,
detrás de la Iglesia, altas montañas pobladas por los pájaros que
aprendían, para repetirla luego, la música sentimental escapada de
la sinfonola del “bar” en las tardes silentes de la bohemia trujillana.
San
Jacinto, eternamente poético en todos sus caminos. Su historia es esencialmente
familiar, como un gran hogar su valle enriquecido por la gran moral de todas
sus familias, escribientes de esta historia magnifica con hombres y apellidos
de Sarmientos, de Pachecos, de Parillis, de Troconis, de Becerras, de Aldanas,
de Machados, de Contreras, de Villegas, etc. En este predio bucólico sobre los
pisos de su bella plaza, aprendimos a soñar la vida hace ya muchos
años cuando la madre, desde lejano, nos llevaba a visitar a los
abuelos.
Nombres de Mujeres
Nuestra
abuela Juana fue una mujer de sueños. Ciega en la mayor vejez posible,
atravesaba la plaza para asistir a las misas del Padre Hernández. Su acción y
su reposo también era la religión; nos enseñaba leyendas religiosas sacadas de
las sagradas escrituras, empeñada en tejer un evangelio en cada uno de
nosotros, nos sentaba en su regazo para contar historias de Jesús y de la
Virgen y nos armaba con la religión para que aprendiéramos a defendernos del
pecado. Nuestra abuela Juana era la dueña del corazón de cada uno de nosotros.
Aprendimos a tener la virtud de escuchar su leve voz en la inmensa jornada de
cada visita, que se repetían, pues ejercía sobre nosotros un mágico influjo,
como si en vez de voz poseyera música que le salía por la boca para llenarnos
de armonías gratamente los oídos.
Y
su prolongación fue nuestra madre Sofía, por la que sólo solíamos sentir amor,
porque estaba hecha de amor. Entre estas dos mujeres hubo un destino común: el
amor. Sofía, oriunda de San Jacinto, se llevó el paisaje espiritual del pueblo
en sus arterias, y ella era como el pueblo, dulce y quieta; apagada voz que se
fue callando para dejarnos este silencio eterno con el que solemos rendirle
culto en las horas abiertas de la vida. La lección de su silencio transmisor de
espíritu subyace en sus hijos y en los hijos de sus hijos, para la reverencia
que nos dijo hiciéramos al bien, a la justicia, a la vida misma.
Y la tía Laura que es ahora reposo
también en el lecho de la noche, fue una mujer entera. Su soledad la compartía
con la soledad de la casa de la que fue su último guardián auténtico. Desde el
instante de su muerte todo acabó en aquel lugar. La muerte de Laura cerró la
casa y acabó la historia viva, vertida ahora en recuerdo, en “corazón a la luz
del recuerdo”.
Para hablar de San Jacinto se debe
comenzar por estos aleros del alma en los que perviven los ancestros más bellos
de la historia familiar.
Este Valle es Historia
Antes,
San Jacinto fue una villa situada muy cerca de la ciudad. Nuestros abuelos,
preparaban viajes para ir hasta el centro de la urbe. Una delgada carretera lo
unía a Trujillo, la ciudad, allá abajo. En las tardes iban hasta sus predios
los viajantes para darse un baño de naturaleza viva. Sus tardes, cuentan, eran
magnificas, llenas de clima fresco, de cantos de pájaros, como ir a la
tierra prometida. Mas llegó el progreso, la ciudad necesitaba una
expansión y entonces San Jacinto se hizo urbano. Le construyeron un camino
grande y lo bautizaron con el nombre de Diego García de Paredes fundador de la
ciudad.
A San Jacinto lo hicieron apéndice
directo de la ciudad. Los abuelos entonces y los padres comenzaron a mirar más
allá; viajemos, se dijeron, y con ellos viajaron sus hijos a poblar otras zonas
de la misma ciudad. Mi madre, luego del casamiento, fue al encuentro de la
Calle Arriba y es de allí, de donde provenimos, de aquella nueva tribu.
Más
que historia material, de expansión urbanística de bienes materiales, San
Jacinto es historia de realizaciones humanas citadinas. Creció el pueblo por el
significado de sus hijos entre ellos: Monseñor Carrillo, “Cartujo de la Vida”
en el que sembró San Jacinto sus virtudes para representarlo. “Villita” se hizo
tierra pródiga y sigue siendo un lugar de encanto; el doctor Carrillo emula
desde ella las hazañas civilistas de sus antepasados, fundamentalmente de su
abuelo Carrillo Guerra, transformador por la vasta empresa que hizo posible la
cultura en los duros avatares de aquella cotidianidad de tiempos duros.
Una Geografía Romántica
La
geografía de San Jacinto tiene un tinte romántico. Su paisaje pareciera hecho
para el sueño y la meditación. La filosofía trujillana ha debido nacer en estos
predios en los que el hombre se apega a la tierra para vivirla en espíritu más
que de cualquier otra forma posible. En San Jacinto (peculiar respuesta a María
Briceño Iragorry) la historia y la geografía marchan al mismo tiempo. Aquí existe
una sabia consagración del hombre a la geografía natal, por lo que una mirada
basta para comprobar esta verdad: Hombres y geografía unidos, relacionados por
la taciturnidad; pero productivos ambos, porque la tierra de San Jacinto hace
nacer semillas germinadas en la verde vegetación que lo rodea en
todas sus estaciones. En su templo colonial está su sol, la eterna gravidez de
su historia espiritual. La iglesia parroquial preside su vida total y favorece
a los habitantes esencialmente cristianos.
La plaza de Monseñor Carrillo, luz
sacerdotal, ahora de mármol blanco, es un parque esencialmente tradicional. Los
más viejos signos visibles de su tiempo material provienen desde mucho más allá
de la media centuria, aunque ahora tiene visos de modernidad. De grandes
árboles, sus añosos pinos son paradigmas que hablan también de la rectitud
existencial de Monseñor Carrillo, quien cumple su rectoría, desde el monumento
consagratorio, acompañado del niño y del perro.
Y
adentrados en sus calles y recodos uno va descubriendo una mezcolanza
arquitectónica que va desde los aleros moribundos, yermos, hasta la estética
presencia de modernos ventanales, lo que sustancia el paso del tiempo
generacional, el devenir, los pequeños signos que identifican las edades. Ambas
enunciaciones son, sin embargo, “Huellas y sombras, huellas, marcas en la
húmeda alfombra de la luz”.
Una Villa para la Esperanza
Siempre
será San Jacinto una villa para la esperanza, para la vida plena, la que se
cumple desde adentro del corazón; esencialmente humana, cargada de afectividad.
Pueblo profundo en el que nada es superficial, hay que hacerlo con su misma
luz, en la misma dimensión de su paisaje. Nada de transformaciones profundas;
nada de especies raras, trasplantadas. Hay que dejarle intacta su
propia identidad. A San Jacinto hay que seguirlo haciendo, sí, pero respetando
su alma ancestral que todos conocemos y percibimos sin necesidad de
explicaciones. Hay que seguirlo viendo con los mismos ojos, que penetren sus paisajes
de siempre, remozados si se quiere, restaurados si se quiere, pero que el alma
sea la misma, por favor.
San
Jacinto merece una mano municipal que le limpie el rostro, que le haga el
parque, que le arregle los caminos. Pero que su sol siga saliendo igual, que
los insectos de sus jardines sean los mismos de siempre. Conservando
también es posible, la transformación y respetando los tiempos y los espacios
se puede cabalmente ir al futuro.
Ojalá
un día aprendamos a romper los horizontes, no con las garras de las máquinas,
sino simplemente con el aliento de nuestros corazones.
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