Página de Historia Regional

jueves, 21 de agosto de 2014

San Jacinto, tierra de encuentros

En San Jacinto permanecen los ancestros, es la tierra del origen por parte materna. Esta geografía creó amor con el alma de la abuela Juana, de nuestra madre Sofía, de la tía Laura, del tío Heriberto; mujeres y hombre trascendentes que mantuvieron encendida la luz familiar; y ya muertos, perviven en el memorial de todos los espacios, llenos de espíritu en el que solemos depositar querencias y nostalgias; recuerdos y homenajes.

En San Jacinto se hicieron los primeros amaneceres, sembrados en la infancia con lenguaje sencillo, fresco, como el agua del brevísimo riachuelo que solía corretear en el trasfondo del patio de la casa de la abuela, el mismo que resbalaba por el cerro contrario al “Miranday”. Y en las  cercanías  de la casona al frente, detrás de la Iglesia, altas montañas pobladas por los pájaros que aprendían,  para repetirla luego, la música sentimental escapada de la sinfonola del “bar” en las tardes silentes de la bohemia trujillana.

         San Jacinto, eternamente poético en todos sus caminos. Su historia es esencialmente familiar, como un gran hogar su valle enriquecido por la gran moral de todas sus familias, escribientes de esta historia magnifica con hombres y apellidos de Sarmientos, de Pachecos, de Parillis, de Troconis, de Becerras, de Aldanas, de Machados, de Contreras, de Villegas, etc. En este predio bucólico sobre los pisos  de su bella plaza, aprendimos a soñar la vida hace ya muchos años cuando la madre, desde lejano,  nos llevaba a visitar a los abuelos.

Nombres de Mujeres

         Nuestra abuela Juana fue una mujer de sueños. Ciega en la mayor vejez posible, atravesaba la plaza para asistir a las misas del Padre Hernández. Su acción y su reposo también era la religión; nos enseñaba leyendas religiosas sacadas de las sagradas escrituras, empeñada en tejer un evangelio en cada uno de nosotros, nos sentaba en su regazo para contar historias de Jesús y de la Virgen y nos armaba con la religión para que aprendiéramos a defendernos del pecado. Nuestra abuela Juana era la dueña del corazón de cada uno de nosotros. Aprendimos a tener la virtud de escuchar su leve voz en la inmensa jornada de cada visita, que se repetían, pues ejercía sobre nosotros un mágico influjo, como si en vez de voz poseyera música que le salía por la boca para llenarnos de armonías gratamente los oídos.

         Y su prolongación fue nuestra madre Sofía, por la que sólo solíamos sentir amor, porque estaba hecha de amor. Entre estas dos mujeres hubo un destino común: el amor. Sofía, oriunda de San Jacinto, se llevó el paisaje espiritual del pueblo en sus arterias, y ella era como el pueblo, dulce y quieta; apagada voz que se fue callando para dejarnos este silencio eterno con el que solemos rendirle culto en las horas abiertas de la vida. La lección de su silencio transmisor de espíritu subyace en sus hijos y en los hijos de sus hijos, para la reverencia que nos dijo hiciéramos al bien, a la justicia, a la vida misma.

Y la tía Laura que es ahora reposo también en el lecho de la noche, fue una mujer entera. Su soledad la compartía con la soledad de la casa de la que fue su último guardián auténtico. Desde el instante de su muerte todo acabó en aquel lugar. La muerte de Laura cerró la casa y acabó la historia viva, vertida ahora en recuerdo, en “corazón a la luz del recuerdo”.

Para hablar de San Jacinto se debe comenzar por estos aleros del alma en los que perviven los ancestros más bellos de la historia familiar.

Este Valle  es Historia

         Antes, San Jacinto fue una villa situada muy cerca de la ciudad. Nuestros abuelos, preparaban viajes para ir hasta el centro de la urbe. Una delgada carretera lo unía a Trujillo, la ciudad, allá abajo. En las tardes iban hasta sus predios los viajantes para darse un baño de naturaleza viva. Sus tardes, cuentan, eran magnificas, llenas de clima fresco, de cantos de pájaros, como ir a la tierra  prometida. Mas llegó el progreso, la ciudad necesitaba una expansión y entonces San Jacinto se hizo urbano. Le construyeron un camino grande y lo bautizaron con el nombre de Diego García de Paredes fundador de la ciudad.

A San Jacinto lo hicieron apéndice directo de la ciudad. Los abuelos entonces y los padres comenzaron a mirar más allá; viajemos, se dijeron, y con ellos viajaron sus hijos a poblar otras zonas de la misma ciudad. Mi madre, luego del casamiento, fue al encuentro de la Calle Arriba y es de allí, de donde provenimos, de aquella nueva tribu.

         Más que historia material, de expansión urbanística de bienes materiales, San Jacinto es historia de realizaciones humanas citadinas. Creció el pueblo por el significado de sus hijos entre ellos: Monseñor Carrillo, “Cartujo de la Vida” en el que sembró San Jacinto sus virtudes para representarlo. “Villita” se hizo tierra pródiga y sigue siendo un lugar de encanto; el doctor Carrillo emula desde ella las hazañas civilistas de sus antepasados, fundamentalmente de su abuelo Carrillo Guerra, transformador por la vasta empresa que hizo posible la cultura en los duros avatares de aquella cotidianidad de tiempos duros.

Una Geografía Romántica

         La geografía de San Jacinto tiene un tinte romántico. Su paisaje pareciera hecho para el sueño y la meditación. La filosofía trujillana ha debido nacer en estos predios en los que el hombre se apega a la tierra para vivirla en espíritu más que de cualquier otra forma posible. En San Jacinto (peculiar respuesta a María Briceño Iragorry) la historia y la geografía marchan al mismo tiempo. Aquí existe una sabia consagración del hombre a la geografía natal, por lo que una mirada basta para comprobar esta verdad: Hombres y geografía unidos, relacionados por la taciturnidad; pero productivos ambos, porque la tierra de San Jacinto hace nacer semillas germinadas en la verde vegetación que lo rodea  en todas sus estaciones. En su templo colonial está su sol, la eterna gravidez de su historia espiritual. La iglesia parroquial preside su vida total y favorece a los habitantes esencialmente cristianos.

La plaza de Monseñor Carrillo, luz sacerdotal, ahora de mármol blanco, es un parque esencialmente tradicional. Los más viejos signos visibles de su tiempo material provienen desde mucho más allá de la media centuria, aunque ahora tiene visos de modernidad. De grandes árboles, sus añosos pinos son paradigmas que hablan también de la rectitud existencial de Monseñor Carrillo, quien cumple su rectoría, desde el monumento consagratorio, acompañado del niño y del perro.

         Y adentrados en sus calles y recodos uno va descubriendo una mezcolanza arquitectónica que va desde los aleros moribundos, yermos, hasta la estética presencia de modernos ventanales, lo que sustancia el paso del tiempo generacional, el devenir, los pequeños signos que identifican las edades. Ambas enunciaciones son, sin embargo, “Huellas y sombras, huellas, marcas en la húmeda alfombra de la luz”.

Una Villa para la Esperanza

         Siempre será San Jacinto una villa para la esperanza, para la vida plena, la que se cumple desde adentro del corazón; esencialmente humana, cargada de afectividad. Pueblo profundo en el que nada es superficial, hay que hacerlo con su misma luz, en la misma dimensión de su paisaje. Nada de transformaciones profundas; nada  de especies raras, trasplantadas. Hay que dejarle intacta su propia identidad. A San Jacinto hay que seguirlo haciendo, sí, pero respetando su alma ancestral que todos conocemos y percibimos  sin necesidad de explicaciones. Hay que seguirlo viendo con los mismos ojos, que penetren sus paisajes de siempre, remozados si se quiere, restaurados si se quiere, pero que el alma sea la misma, por favor.

         San Jacinto merece una mano municipal que le limpie el rostro, que le haga el parque, que le arregle los caminos. Pero que su sol siga saliendo igual, que los insectos de sus jardines sean los mismos de  siempre. Conservando también es posible, la transformación y respetando los tiempos y los espacios se puede cabalmente ir al futuro.

         Ojalá un día aprendamos a romper los horizontes, no con las garras de las máquinas, sino simplemente con el aliento de nuestros corazones.

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