Me
habían dicho que la música es una devoción, una escritura del humanismo, una
hechura de manos portentosas. Sí, lo creí. Y pienso que es más, mucho más. Ella
deviene belleza viva, eternidad sonora, universo sin edades. La música acompaña
al hombre. Ha de creerse esta aseveración. Los compositores que la han
cultivado y ejercido están exaltados por la cultura en la civilización total.
De manifiestos diversos por el hilo del
tiempo. La música es una revelación sonora del arte alrededor del hombre; de
los hombres que la aman divinamente, a los que hace devotos de sus nardos
sonoros cuando espiga desde los instrumentos. La antigüedad la contiene y la
modernidad también. Es un solo compás de armonías dulces por los siglos.
La música es la orfebrería del
intelecto. Ritual para la amatoria persecución de lo ideal; puesto de
honor en las apetencias espirituales del ser humano. La música que florece es
una escritura plena cuando ha de escribirse, aunque sus manifiestos a veces
responden únicamente a la oralidad, a la musitación solamente. Y es la
inspiración la que actúa entonces, porque en el fondo nos pertenece a todos y
nos cobija, y todos somos capaces de crearla silvestre para nuestro propio
deleite.
La composición musical da muchos
nombres, de lo popular a lo clásico en solicitud de rigor, exigencia y
excelencia. Nacida a veces de la alegría, a veces del dolor. La música es la
ascensión artístico-humana hacia lo superior, a los espacios de un universo
placentero, como una serpiente dulce que escala, que alienta sin veneno, que se
desliza como un río embravecido o dormido, para plasmar una evidente comunión
entre el compositor y el diletante que la disfruta como un recogimiento.
La obra que florece en el jardín del
pentagrama llama nuestra atención. Ella nace en la alberca donde puede reposar
el amor en un arrebato de trompeta, o en la sutil delicadeza que hay en la
cabellera de un violín afinado lentamente. Nace también de la impaciencia de
quienes sentados en la butaca de una sala, esperan el programa del concierto
para el más impactante deleite del espíritu.
De múltiples maneras ocurre la
interpretación. El concertino es una caracola delante del público. Agita el
arco y le imprime el máximo dinamismo a su instrumento. Desde la boca hasta los
brazos; de pie o sentado. Desnudos los dedos corren presurosos como una
serpiente huyente por el teclado del piano o por el lomo del instrumento de
cuerdas, de los que salen los más ensayados sonidos en la búsqueda de la
perfección consagratoria. Una arquitectura plástica refulge en la sala donde se
presenta aquel acto de arte confeccionado por nombres tan diferentes, desde la
autoría de la pieza a interpretar, hasta el director que maneja como un
mago aquella batuta empapada de sabiduría.
La música es como la mujer, nació para
ser amada. Turba los sentidos como un perfume caro. Es de nieve blanquísima por
la inmaculada exquisitez de sus armonizaciones. La música como el mejor sonido
del universo, se traduce en matizaciones como las nubes celestes en el gran
escenario de la naturaleza. Es definitivamente un arrebato. Con ella el
compositor se confiesa hasta el delirio, y el receptor lo deifica por ser aquel
creador quien le brinda un pan de azúcares sonoros en sus múltiples vertientes.
***Comenta sobre el escrito para que se posicione en los buscadores***
***Advertencia: ésta publicación puede reproducirse libremente a condición de respetar su integridad y mencionar la autoría, como fuente de la misma incluya la URL: https://memoria-trujillana.blogspot.com/ y el aviso de Derechos de Autor © ALÍ MEDINA MACHADO****
No hay comentarios:
Publicar un comentario