Página de Historia Regional

jueves, 25 de mayo de 2017

Elogio de la Música

Me habían dicho que la música es una devoción, una escritura del humanismo, una hechura de manos portentosas. Sí, lo creí. Y pienso que es más, mucho más. Ella deviene belleza viva, eternidad sonora, universo sin edades. La música acompaña al hombre. Ha de creerse esta aseveración. Los compositores que la han cultivado y ejercido están exaltados por la cultura en la civilización total.

De manifiestos diversos por el hilo del tiempo. La música es una revelación sonora del arte alrededor del hombre; de los hombres que la aman divinamente, a los que hace devotos de sus nardos sonoros cuando espiga desde los instrumentos. La antigüedad la contiene y la modernidad también. Es un solo compás de armonías dulces por los siglos.

La música es la orfebrería del intelecto. Ritual para la amatoria persecución  de lo ideal; puesto de honor en las apetencias espirituales del ser humano. La música que florece es una escritura plena cuando ha de escribirse, aunque sus manifiestos a veces responden únicamente a la oralidad, a la  musitación solamente. Y es la inspiración la que actúa entonces, porque en el fondo nos pertenece a todos y nos cobija, y todos somos capaces de crearla silvestre para nuestro propio deleite.

La composición musical da muchos nombres, de lo popular a lo clásico en solicitud de rigor, exigencia y excelencia. Nacida a veces de la alegría, a veces del dolor. La música es la ascensión artístico-humana hacia lo superior, a los espacios de un universo placentero, como una serpiente dulce que escala, que alienta sin veneno, que se desliza como un río embravecido o dormido, para plasmar una evidente comunión entre el compositor y el diletante que la disfruta como un recogimiento.

La obra que florece en el jardín del pentagrama llama nuestra atención. Ella nace en la alberca donde puede reposar el amor en un arrebato de trompeta, o en la sutil delicadeza que hay en la cabellera de un violín afinado lentamente. Nace también de la impaciencia de quienes sentados en la butaca de una sala, esperan el programa del concierto para el más impactante deleite del espíritu.

De múltiples maneras ocurre la interpretación. El concertino es una caracola delante del público. Agita el arco y le imprime el máximo dinamismo a su instrumento. Desde la boca hasta los brazos; de pie o sentado. Desnudos los dedos corren presurosos como una serpiente huyente por el teclado del piano o por el lomo del instrumento de cuerdas, de los que salen los más ensayados sonidos en la búsqueda de la perfección consagratoria. Una arquitectura plástica refulge en la sala donde se presenta aquel acto de arte confeccionado por nombres tan diferentes, desde la autoría de la pieza a interpretar, hasta el director que maneja  como un mago aquella batuta empapada de sabiduría.

La música es como la mujer, nació para ser amada. Turba los sentidos como un perfume caro. Es de nieve blanquísima por la inmaculada exquisitez de sus armonizaciones. La música como el mejor sonido del universo, se traduce en matizaciones como las nubes celestes en el gran escenario de la naturaleza. Es definitivamente un arrebato. Con ella el compositor se confiesa hasta el delirio, y el receptor lo deifica por ser aquel creador quien le brinda un pan de azúcares sonoros en sus múltiples vertientes.

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