Publicamos este trabajo sobre un gran trujillano. Ciudadano de este tiempo. Intelectual de renombre que está entre nosotros en la amistad, en la aportación, en el lenguaje. Zuleta guía y eso lo enaltece, pero más bien lo enorgullece porque ama a este pueblo que lo lleva en su corazón como una de sus razones de ser.
“Nuestra vida está compuesta por
imágenes”, es verdad. Este concepto de imagen no es fácil de manejar, aunque
uno lo asume e interpreta desde su propia perspectiva. Uno guarda imágenes, que
pueden ser recuerdos, sí, recuerdos de lo que ha vivido, del paso de su
tiempo, de su propio tiempo, puesto en consonancia con la vida exterior que se
junta a uno para una biografía total. La sensorialidad, -pues somos seres
sensibles-, en nuestro proceso existencial va percibiendo todo, pero graba sólo
algunas cosas, las que en verdad interesan. Como decir popularmente que uno
todo lo ve, pero no creo que todo lo fije, porque entonces... ¡Imagínense! En
nuestra memoria hay recordaciones, múltiples recordaciones, unas alegres y
otras tristes porque no todo es color de rosa. El espectro solar pareciera
meterse en uno y le va prestando sus colores para ir pintando las imágenes, las
percepciones que activa el cerebro de acuerdo con nuestra capacidad, y así
entendemos, interpretamos y procesamos en forma particular la aventura cierta
de nuestra propia existencia. En mi caso, la nostalgia me anima casi
cotidianamente, afina mi sensibilidad, me hace vivir de añoranzas de
reminiscencias, de una constante reconstrucción de pasado, como si me gustara
quedarme estacionado en el pasado. En mí, particularmente, el pasado es
un corpus que amo con deleite, hasta con fruición. (de Rugeris, Galavis,
González-( LUZ, 2013)
Hablo así, porque me piden que hable de
Jesús Enrique Zuleta Rosario, y hablar de este ciudadano de la trujillanía, es
como envolverse en una biografía colateral que se llena de lenguaje por todas
dimensiones, hacer una totalidad y no una selección, cubrir todo un camino y no
un aspecto de las múltiples vertientes por las que puede asumirse el conocimiento
de este hombre ejemplo-paradigma sustentador de todo lo que puede haber en la
configuración de una persona y de una personalidad, entre los rasgos del cuerpo
y los rasgos del espíritu, la pertinencia eficaz de una vida bien entendida y
sostenida, como hecho trascendente y trascendido a la vez, que todo lo
configura este gran señor en el proceso vivencial de nuestra contemporaneidad
regional. Dador continuo a la sociedad-pueblo que todo lo ha sabido
envolver su cultura desde una idiosincrasia afectiva que lo ha animado
como práctica de vida, hasta ese silencio formador y transformador que ha
buscado con fuerza portentosa para acrecer fundamentos y conocimientos,
no en el aislamiento improductivo, sino en un “ocium” pensante que tanto lo
fortalece y le da carácter en su intencionalidad humana puesta al
servicio de la ciencia y del humanismo, de lo que ha hecho una sólida
cohesión, y transmitirla con la mayor idoneidad y desprendimiento moral a
generaciones de gentes de muy diversa gama existencial, desde lo alto
académico, que allí puede situarse destacada y solventemente, hasta la charla
cotidiana, que pareciera gustarle mayormente, en los lugares
sociales-comunitarios, organizados y no organizados, porque Jesús Enrique es
así, llano ,en su conducta efectiva que lo califica y valora como personalidad
señera de la vida trujillana.
Dije al inicio de estas palabras que las
puedo pronunciar desde la propia biografía, desde mí mismo,
adentro y profundo. Poder hablar de una persona, de otra no lejana
sino cercana, no distanciada sino avecindada, de un hilo conductor biográfico
unificador más que separador, que no es extraño porque está en la memoria, en
la mente, en el corazón. A cualquier persona uno la tiene en la mente, pero
solamente tiene en el corazón, a las que profundizan el afecto, la
correspondencia, el cariño por la espontaneidad, y aún más, por la
familiaridad. Hay personas que no son amigas, sino más bien hermanas, se
va fundiendo la amistad en la hermandad; lo afectivo se introduce en la
venas, en las arterias como un fluencia, como una corriente que da
fuerzas y alegrías. La retórica poética lo sustenta, se va haciendo más poesía
la que se va fusionando en el diálogo, en la comunión, en la fusión de uno y
otro, desde la mera enunciación hasta el apostrofar que deja llegar a la
fusión total del yo y el tú, como sujetos líricos, como una encarnación.
Puedo hablar de Jesús Enrique Zuleta
como persona, como hombre cultural importante. Pero, qué cosa interesante, que
también puedo hacerlo como amigo, y más profundamente hermoso, es que lo puedo
hacer como hermano; porque, ¿no es acaso hermandad el conocimiento y la
comunicación cotidiana, interfamiliar de tantos años compartidos en la pequeña
ciudad de la nacencia? ¿No se hacen hermosos los sujetos humanos que se
hablan entre sí en el lenguaje más común, más familiarizado por los
afectos? ¿Quién olvida el olvido? Cita en interrogación a Reyna Rivas, el poeta
Carlos Augusto León, cuando existe, en este caso, un compañerismo de más
de sesenta años, o un poco más, desde el primer encuentro escolar, la primera
convivencia, del balbuciente lenguaje de una primera amistad: encuentro y
desencuentro que se hizo rutina luego en el crecimiento parroquial de dos niños
de la escuela primaria, de dos adolescentes de la escuela secundaria. En la
primaria la primera corrección lingüística, recuerdo: “no se dice patada sino
puntapié”, sintagma oracional no de Jesús Enrique sino de su mamá Tamira,
y que él se ríe cuando se lo recuerdo. O decirle que fuimos monaguillos los dos
del padre Valera. Y luego más creciditos en el Colegio de los Curas, cuando lo
increpó el padre Hernández para decirle: Jesús, ¿vos escribís la palabra dios
con mayúscula o minúscula? Y la respuesta irreverente del interpelado: ¡con minúscula,
padre!, con minúscula. Por esa respuesta perdió el veinte y la materia
Castellano en el lejano año de l957, cuando estudiábamos primer año, en el para
mí, inolvidable, colegio dominico “Francisco de Vitoria”, de Trujillo. Y
cuatro años más tarde, en el liceo Cristóbal Mendoza, el altercado con
profesores por un malentendido en el Ateneo, cuando Jesús Enrique creyó que dos
docentes se estaban burlando, y los denunció nada más y nada menos que en la
Cartelera del “Centro Cultural Humanístico” que teníamos los alumnos de
humanidades, y que, con tantos aciertos y calificaciones, lo presidía el
primer alumno del curso, nada más y nada menos que Jesús Enrique Zuleta.
Y mire usted que en el curso había alumnos sobresalientes, de alta calidad estudiantil.
Así que esa capa intelectual que se le conoce, se la ganó este ciudadano que
hoy tributamos, desde siempre, desde el bachillerato, con el esfuerzo y
la constancia con la que los seres inteligentes dirigen su destino y lo forman
incansablemente a lo largo de su vida, y lo más significativo, que demuestran
ser inteligentes cuando ponen ese conocimiento a trabajar desde el mismo
corazón, desde lo profundo del ser, en procura de los otros sujetos que
conviven en el medio social comunitario, muchos de ellos necesitados, urgidos
de atención, como una protección espiritual que sana y corrige hacia caminos
más propicios y más alentadores.
El tránsito vital de los miembros de
nuestra generación, de los cuales varios permanecemos vinculados todavía, tiene
ese condimento sentimental que lo ha fortalecido. Y eso es bueno, porque
pareciera que no sólo hemos unido la hermandad en el tiempo, sino que estamos
ahí como una fortaleza que ha hecho cosas importantes y hecho crecer el
nombre de la ciudad y del estado, lo que tal vez no se percibe a simple vista,
pero que si es una gran concreción que está subyacente en los anales, y que
poco a poco, en la medida de las circunstancias irá haciendo su aparición
para darle animación a sectores del cuerpo social, unos en mayor proporción que
otros, pero con signos positivos todos, por esa obra del intelecto y del
corazón formados con el ideario de la virtud y de la bondad útil,
pedagogía sensible con la que debe obrarse como revelación de sabiduría en
consonancia con los sentimientos. Y en esta obra sin duda, sobresale lo
edificado por Jesús Enrique Zuleta, como el hermano mayor (no en edad, por
favor), que lo reconocemos, me atrevería a decir, o el líder generacional, en
el buen sentido del término líder, quien ha estado siempre en el centro
de una actividad científica, humanística, entre la educación, la cultura y el
servicio social. Hombre del desprendimiento activo y presente en distintos
frentes del estado, en el que se conoce como un ícono de identidad humana
competente y solidario; participativo y eficaz, pues empuñó desde su juventud
profesional un deseo de formarse y de formar, de conformar una gran
personalidad profesional y académica por el estudio, pues pensó así
siempre que la suficiencia en el conocimiento abre los más diversos cauces y
lleva al hombre hacia los más sublimes ideales en una práctica del bien y de la
solidaridad entre otros valores destacados. Su hoja de vida la conocemos todos,
pero es bueno insistir en que la suya es una hoja de contenidos sustanciosos y
enormes; acrecida en el tiempo en que se dedicó al estudio como una
ideología. Estudioso en lo más profundo a que se pueda llegar, lector
extremo y exigente, al límite de que el espacio más grande de su hogar es la
biblioteca, atiborrada entre el orden y el desorden; la enorme biblioteca en la
que hay libros de los más diversos géneros y autores; títulos a granel entre
ciencias y literatura; filosofía y artes. Ah, porque usted lo puede abordar de
lo que quiera en una temática plural, y para todo Jesús Enrique tiene una
respuesta profunda, adecuada y suficiente; su criterio formal convence a quien
lo requiera, luego de haber dado o indicado una lección reveladora de un
buen conocimiento.
Siempre ha sido así, desde el liceo en
que era un lector voraz y atrevido. Desafiaba a los profesores con sus
lecturas, se les adelantaba, por lo que algunos lo miraban con respeto y
parecían pedirle freno a sus inquietudes y a sus requerimientos. En la
Universidad, lo mismo. Y confieso que tal vez haya sido éste el único lapso en
que entre nosotros se perdieron las huellas y el encuentro. Jesús, ido de
Trujillo se hizo un trabajador a tiempo completo del estudio. Y la
Universidad, en tiempo justo, lo devolvió formado, y fue entonces cuando él
mismo desde la Universidad, comenzó esta vez un largo trayecto como educador,
primero en pregrado, luego en postgrado, y luego en los más altos estrados de
la formación académica universitaria, pues así como lo vemos, sencillo en su
figura y amigable, es un maestro del claustro, fecundo, pleno,
definitivo. Un acto de esa historia profunda que la misma universidad le
ha reconocido. Aunque él nunca perdió su porte de valor sencillo, campechano,
amistoso, como se comporta en el trato con todos los demás.
Es un hombre de la cultura, sólida su
formación cultural. Gusta de conversar de cultura, -para globalizar las
temáticas-, con todos los demás. Y la moraleja, es que no hace
ostentación, no se coloca en el podio ni en la cátedra; maneja una informalidad
de auténtico maestro, como debe ser, como manda hacer la conducta recta
al hombre digno, como hace la sencillez al hombre sensible, que ve en el
otro una naturaleza común, un igual, una plasmación humana que merece respeto
por más que esté solicitando aprendizaje como un simple aprendiz. En Jesús
Enrique habita una cultura muy sensible, por eso es tan agradable hablar con
él, y por eso tanto se aprende. Zuleta Rosario es un gran valor
pedagógico, es una cualificación moral hecha persona.
Existe otro rasgo destacable en su
personalidad. Me agrada mucho el hecho de que comparto con él esta posición. Es
el amor por la ciudad, la compenetración por ese pequeño solar espacial,
Trujillo, en que están los ancestros y las primeras vivencias, y hasta
las últimas pudieran estar, por qué no. Ese afecto reverencial por el
terrón de origen, de tanto significado y de tanto dolor a veces, por las
agresiones y las injusticias de la mal llamada “civilización”. Jesús Enrique ha
sido un defensor a ultranza de la ciudad de Trujillo, de los que muchos quizás
no tengan conocimiento, pero soy testigo de excepción de esa correspondencia,
de ese nudo de memoria y recuerdo que vive en su pequeño pueblo con alma.
En él se potencia seguramente la preocupación por el desamor que aparece. Él
como ningún otro, se da cuenta de la falta de conciencia y de espíritu que
existe en el poblador local y en la institucionalidad por la
ciudad. Él ha llorado las ruinas de muchas de las casas de la ciudad que no
debieron desaparecer. Si tuviera un hálito mágico, traería a la realidad física
tantos patrimonios que dejaron de ser físicos en la ciudad: monumentos
arrasados por la piqueta, lugares históricos que dejaron de ser una lección de
humanismo y de sentimiento patrio; lugares de culto y de ritos arrancados de su
sitio ancestral para sustituirlos por modelos arquitectónicos que nada dicen ni
trasmiten. La misma dejadez del poblador contemporáneo divorciado de los
sentimientos y las aspiraciones de la ciudad. Cuánto debe sufrir su profunda
formación anímica, al analizar el estado de la pequeña urbe que antes fue
grandiosa desde el espíritu educativo y cultural.
Cuánta la despreocupación que ve en el
colectivo por no luchar contra la desaparición de sus instituciones
más significativas de la vida citadina en lo cultural, tradicional y
costumbrista: de la cultura social que tanto la distinguió, en sus ciudadanos
conversadores que, en su actuación, fueron sabios y aportadores, en el
entendimiento de lo que es una ciudad; en sus medios de comunicación
periodística, de los cuales se perdieron los archivos que contenían la mejor
historia de la urbe, como el acontecimiento global que es. El hombre y suelo de
Briceño Iragorry, que llegó a habló de que el poblador trujillano
de antes fue un sujeto cósmico por el conocimiento. Todo esto
como enumeración interesante ha sido su constante preocupación. Sé
que es así, me consta que es así, y a muchos de ustedes les sucede igual.
En Zuleta Rosario se configura la trujillanía, condición dada por
la práctica fecunda de la ciudadanía.
Otra virtud muy particular generada en
la personalidad de este conterráneo, es que tiene una proyección, o ha logrado
una proyección de conocimiento intelectual universal, sin haberse casi
despegado de la tierra de origen. Desde su mismo hogar lugareño, sea la casa,
la universidad, el consultorio profesional, ha dimensionado una cultura
personal, una forma de ser intelectual, un conocimiento total de lo universal,
que sabemos lo tiene y por eso lo admiramos, porque Zuleta en su verdad
existencial ha entendido que la profundidad está en uno mismo si es cultivador,
si se tiene capacidad de enfrentar el reto que nos hace la cultura, si se topa
y asimila la complejidad de las ciencias y de las humanidades, ese conjunto del
hacer del hombre por sobre los laberintos de la historia, ese traer del
retrotraer de la cultura universal que no pierde vigencia, como si fuese de
este momento de la humanidad, aun siendo de siglos antiguos precedentes. Él,
aprendió, como sostiene Enrique castellanos, “el exacto significado del tiempo
en función de la conciencia del ser”, se sumergió siempre en ese escenario de
la sustanciosa bibliografía superior para sacar de ella las fuentes formativas,
las capacidades intelectuales que permiten la asimilación e interpretación del
mundo natural y cultural, esencialmente de lo que ha hecho el hombre en su
orden superior, que lo trasciende y universaliza en el espacio y el tiempo, tal
como señala el concepto clásico del pensamiento humano.
Y algo muy importante, que no podemos
soslayar, en una semblanza de Zuleta Rosario, es su capacidad para hacer una
pedagogía sensible en todos sus procederes cotidianos, desde los más sencillos
y convencionales, hasta los graves compromisos a que obliga su condición
profesional académica. Sus actos son sensibles, su lenguaje, su forma de
actuar y de compartir con el otro. Satura su espíritu con esa carga
de bonhomía que a simple vista le vemos. Su trato y sonrisa cordiales por la
amabilidad con que a todos se dirige por igual, ha creado una conducta sensible,
por lo que todos los que lo rodean salen gananciosos de su simple conversación,
y con mayor puntaje cuando se trata de asuntos de alguna temática especializada
o particularizada. Esa condición de ser sensible a la par de servirle para
llegar a todos con una gran efectividad, le permite el acceso a los lugares con
toda la naturalidad para un bordaje desde la conferencia exhaustiva hasta
la conversación informal, como es la vida deseable de la persona humana, que es
eso, un ser humano dotado y necesitado de la competencia comunicativa para su
condición social y sujeto de cultura. Un axioma argentina nos indica que “En
pedagogía el que no sabe achicarse no logra enseñar”. Y a veces se cree,
equivocadamente, que si el docente o dirigente baja su actuación a nivel del
grupo, él mismo se está rebajando, cuando lo que deviene esa actitud es
una gran condición pedagógica para el acto o proceso de la enseñanza que
es un proceso dual: enseñanza-aprendizaje, una actividad entre humanos, una
integración con gran sentido recíproco.
“Vivir es crecer” es otro axioma que me
parece interesante. Y a este acto, amistoso y fraterno, bien pudiera yo repetir
que hemos venido a vivir, y que hemos venido a crecer”.
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