Página de Historia Regional

jueves, 26 de enero de 2017

Palabras a Jesús Enrique Zuleta

Publicamos este trabajo sobre un gran trujillano. Ciudadano de este tiempo. Intelectual de renombre que está entre nosotros en la amistad, en la aportación, en el lenguaje. Zuleta guía y eso lo enaltece, pero más bien lo enorgullece porque ama a este pueblo que lo lleva en su corazón como una de sus razones de ser.

“Nuestra vida está compuesta por imágenes”, es verdad. Este concepto de imagen no es fácil de manejar, aunque uno lo asume e interpreta desde su propia perspectiva. Uno guarda imágenes, que pueden ser recuerdos, sí,  recuerdos de lo que ha vivido, del paso de su tiempo, de su propio tiempo, puesto en consonancia con la vida exterior que se junta a uno para una biografía total. La sensorialidad, -pues somos seres sensibles-, en nuestro proceso existencial va percibiendo todo, pero graba sólo algunas cosas, las que en verdad interesan. Como decir popularmente que uno todo lo ve, pero no creo que todo lo fije, porque entonces... ¡Imagínense! En nuestra memoria hay recordaciones, múltiples recordaciones, unas alegres y otras tristes porque no todo es color de rosa. El espectro solar pareciera meterse en uno y le va prestando sus colores para ir pintando las imágenes, las percepciones que activa el cerebro de acuerdo con nuestra capacidad, y así entendemos, interpretamos y procesamos en forma particular la aventura cierta de nuestra propia existencia. En mi caso, la nostalgia me anima casi cotidianamente, afina mi sensibilidad, me hace vivir de añoranzas de reminiscencias, de una constante reconstrucción de pasado, como si me gustara quedarme estacionado en el pasado.  En mí, particularmente, el pasado es un corpus que amo con deleite, hasta con fruición. (de  Rugeris, Galavis, González-( LUZ, 2013)

Hablo así, porque me piden que hable de Jesús Enrique Zuleta Rosario, y hablar de este ciudadano de la trujillanía, es como envolverse en una biografía colateral que se llena de lenguaje por todas dimensiones, hacer una totalidad y no una selección, cubrir todo un camino y no un aspecto de las múltiples vertientes por las que puede asumirse el conocimiento de este hombre ejemplo-paradigma sustentador de todo lo que puede haber en la configuración de una persona y de una personalidad, entre los rasgos del cuerpo y los rasgos del espíritu, la pertinencia eficaz de una vida bien entendida y sostenida, como hecho trascendente y trascendido a la vez, que todo lo configura este gran señor en el proceso vivencial de nuestra contemporaneidad regional. Dador continuo a la  sociedad-pueblo que todo lo ha sabido envolver su cultura desde una idiosincrasia  afectiva que lo ha animado como práctica de vida, hasta ese silencio formador y transformador que ha buscado con fuerza portentosa para  acrecer fundamentos y conocimientos, no en el aislamiento improductivo, sino en un “ocium” pensante que tanto lo fortalece y le da carácter en su intencionalidad humana puesta al servicio  de la ciencia y del humanismo, de lo que ha hecho una sólida cohesión, y transmitirla con la mayor idoneidad y desprendimiento moral a generaciones de gentes de muy diversa gama existencial, desde lo alto académico, que allí puede situarse destacada y solventemente, hasta la charla cotidiana, que pareciera gustarle  mayormente, en los lugares sociales-comunitarios, organizados y no organizados, porque Jesús Enrique es así, llano ,en su conducta efectiva que lo califica y valora como personalidad señera de la vida trujillana.   

Dije al inicio de estas palabras que las  puedo pronunciar  desde la propia biografía, desde  mí mismo, adentro y  profundo.  Poder hablar de una persona, de otra no lejana sino cercana, no distanciada sino avecindada, de un hilo conductor biográfico unificador más que separador, que no es extraño porque está en la memoria, en la mente, en el corazón. A cualquier persona uno la tiene en la mente, pero solamente tiene en el  corazón, a las que profundizan el afecto, la correspondencia, el cariño por la espontaneidad, y aún más, por  la familiaridad. Hay personas  que no son amigas, sino más bien hermanas, se va fundiendo la amistad en la hermandad;  lo afectivo se introduce en la venas, en las arterias como un fluencia, como una corriente  que da fuerzas y alegrías. La retórica poética lo sustenta, se va haciendo más poesía la que se va fusionando en el diálogo, en la comunión, en la fusión de uno y otro, desde la mera enunciación hasta el  apostrofar que deja llegar a la fusión total del yo y el tú, como sujetos líricos, como  una encarnación.

Puedo hablar de Jesús Enrique Zuleta como persona, como hombre cultural importante. Pero, qué cosa interesante, que también puedo hacerlo como amigo, y más profundamente hermoso, es que lo puedo hacer como hermano; porque, ¿no es acaso hermandad el conocimiento y la comunicación cotidiana, interfamiliar de tantos años compartidos en la pequeña ciudad de la nacencia?  ¿No se hacen hermosos los sujetos humanos que se hablan entre sí  en el lenguaje más común, más familiarizado por los afectos? ¿Quién olvida el olvido? Cita en interrogación a Reyna Rivas, el poeta Carlos Augusto León, cuando existe, en este caso,  un compañerismo de más de sesenta años, o un poco más, desde el primer encuentro escolar, la primera convivencia, del balbuciente lenguaje de una primera amistad: encuentro y desencuentro que se hizo rutina luego en el crecimiento parroquial de dos niños de la escuela primaria, de dos adolescentes de la escuela secundaria. En la primaria la primera corrección lingüística, recuerdo: “no se dice patada sino puntapié”, sintagma oracional no de Jesús Enrique  sino de su mamá Tamira, y que él se ríe cuando se lo recuerdo. O decirle que fuimos monaguillos los dos del padre Valera. Y luego más creciditos en el Colegio de los Curas, cuando lo increpó el padre Hernández para decirle: Jesús, ¿vos escribís la palabra dios con mayúscula o minúscula? Y la respuesta irreverente del interpelado: ¡con minúscula, padre!, con minúscula. Por esa respuesta perdió el veinte y la materia Castellano en el lejano año de l957, cuando estudiábamos primer año, en el para mí, inolvidable, colegio  dominico “Francisco de Vitoria”, de Trujillo. Y cuatro años más tarde, en el liceo Cristóbal Mendoza, el altercado con profesores por un malentendido en el Ateneo, cuando Jesús Enrique creyó que dos docentes se estaban burlando, y los denunció nada más y nada menos que en la Cartelera del “Centro Cultural Humanístico” que teníamos los alumnos de humanidades, y que, con tantos aciertos y calificaciones,  lo presidía el primer alumno del curso, nada más y nada menos que Jesús Enrique  Zuleta. Y mire usted que en el curso había alumnos sobresalientes, de alta calidad estudiantil. Así que esa capa intelectual que se le conoce, se la ganó este ciudadano que hoy tributamos, desde siempre,  desde el bachillerato, con el esfuerzo y la constancia con la que los seres inteligentes dirigen su destino y lo forman incansablemente a lo largo de su vida, y lo más significativo, que demuestran ser inteligentes cuando ponen ese conocimiento a trabajar desde el mismo corazón, desde lo profundo del ser, en procura de los otros sujetos que conviven en el medio social comunitario, muchos de ellos necesitados, urgidos de atención, como una protección espiritual que sana y corrige hacia caminos más propicios y más alentadores.

El tránsito vital de los miembros de nuestra generación, de los cuales varios permanecemos vinculados todavía, tiene ese condimento sentimental que lo ha fortalecido. Y eso es bueno, porque pareciera que no sólo hemos unido la hermandad en el tiempo, sino que estamos ahí como una fortaleza que ha  hecho cosas importantes y hecho crecer el nombre de la ciudad y del estado, lo que tal vez no se percibe a simple vista, pero que si es una gran concreción que está subyacente en los anales, y que poco a poco, en la medida de las circunstancias irá haciendo su aparición  para darle animación a sectores del cuerpo social, unos en mayor proporción que otros, pero con signos positivos todos, por esa obra del intelecto y del corazón formados con el  ideario  de la virtud y de la bondad útil, pedagogía sensible con la que debe obrarse como revelación de sabiduría en consonancia con los sentimientos. Y en esta obra sin duda, sobresale lo edificado por Jesús Enrique Zuleta, como el hermano mayor (no en edad, por favor), que lo reconocemos, me atrevería a decir, o el líder generacional, en el buen sentido del término líder,  quien ha estado siempre en el centro de una actividad científica, humanística, entre la educación, la cultura y el servicio social. Hombre del desprendimiento activo y presente en distintos frentes del estado, en el que se conoce como un ícono de identidad humana competente y solidario; participativo y eficaz, pues empuñó desde su juventud profesional  un deseo de formarse y de formar, de conformar una gran personalidad profesional y  académica por el estudio, pues pensó así siempre que la suficiencia en el conocimiento abre los más diversos cauces y lleva al hombre hacia los más sublimes ideales en una práctica del bien y de la solidaridad entre otros valores destacados. Su hoja de vida la conocemos todos, pero es bueno insistir en que la suya es una hoja de contenidos sustanciosos y enormes; acrecida en el tiempo en que se  dedicó al estudio como una ideología. Estudioso en lo más profundo a que se pueda llegar,  lector extremo y exigente, al límite de que el espacio más grande de su hogar es la biblioteca, atiborrada entre el orden y el desorden; la enorme biblioteca en la que hay libros de los más diversos géneros y autores; títulos a granel entre ciencias y literatura; filosofía y artes. Ah, porque usted lo puede abordar de lo que quiera en una temática plural, y para todo  Jesús Enrique tiene una respuesta profunda, adecuada y suficiente; su criterio formal convence a quien lo requiera,  luego de haber dado o indicado una lección reveladora de un buen conocimiento.

Siempre ha sido así, desde el liceo en que era un lector voraz y atrevido. Desafiaba a los profesores con sus lecturas, se les adelantaba, por lo que algunos lo miraban con respeto y parecían pedirle freno a sus inquietudes y a sus requerimientos. En la Universidad, lo mismo. Y confieso que tal vez haya sido éste el único lapso en que entre nosotros se perdieron las huellas y el encuentro. Jesús, ido de Trujillo se hizo un  trabajador a tiempo completo del estudio. Y la Universidad, en tiempo justo, lo devolvió formado, y fue entonces cuando él mismo desde la Universidad, comenzó esta vez un largo trayecto como educador, primero en pregrado, luego en postgrado, y luego en los más altos estrados de la formación académica universitaria, pues así como lo vemos, sencillo en su figura y  amigable, es un maestro del claustro, fecundo, pleno, definitivo. Un acto de esa historia profunda que la  misma universidad le ha reconocido. Aunque él nunca perdió su porte de valor sencillo, campechano, amistoso,  como se comporta en el trato con todos los demás.

Es un hombre de la cultura, sólida su formación cultural. Gusta de conversar de cultura, -para globalizar las temáticas-,  con todos los demás. Y la moraleja, es que no hace ostentación, no se coloca en el podio ni en la cátedra; maneja una informalidad de auténtico maestro, como debe ser, como manda hacer  la conducta recta  al hombre digno, como hace la sencillez al hombre sensible, que ve en el otro una naturaleza común, un igual, una plasmación humana que merece respeto por más que esté solicitando aprendizaje como un simple aprendiz. En Jesús Enrique habita una cultura muy sensible, por eso es tan agradable hablar con él, y por eso  tanto se aprende. Zuleta Rosario es un gran valor pedagógico, es una cualificación moral hecha persona.

Existe otro rasgo destacable en su personalidad. Me agrada mucho el hecho de que comparto con él esta posición. Es el amor por la ciudad, la compenetración por ese pequeño solar espacial, Trujillo,  en que están los ancestros y las primeras vivencias, y hasta las últimas pudieran estar,  por qué no. Ese afecto reverencial por el terrón de origen, de tanto significado y de tanto dolor a veces, por las agresiones y las injusticias de la mal llamada “civilización”. Jesús Enrique ha sido un defensor a ultranza de la ciudad de Trujillo, de los que muchos quizás no tengan conocimiento, pero soy testigo de excepción de esa correspondencia, de ese  nudo de memoria y recuerdo que vive en su pequeño pueblo con alma. En él se potencia seguramente la preocupación por el desamor que aparece. Él como ningún otro, se da cuenta de la falta de conciencia y de espíritu que existe en el poblador local  y en  la institucionalidad  por la ciudad. Él ha llorado las ruinas de muchas de las casas de la ciudad que no debieron desaparecer. Si tuviera un hálito mágico, traería a la realidad física tantos patrimonios que dejaron de ser físicos en la ciudad: monumentos  arrasados por la piqueta, lugares históricos que dejaron de ser una lección de humanismo y de sentimiento patrio; lugares de culto y de ritos arrancados de su sitio ancestral para sustituirlos por modelos arquitectónicos que nada dicen ni trasmiten. La misma dejadez del poblador contemporáneo divorciado de los sentimientos y las aspiraciones de la ciudad. Cuánto debe sufrir su profunda formación anímica, al analizar el estado de la pequeña urbe que antes fue grandiosa desde el espíritu educativo y cultural.

Cuánta la despreocupación que ve en el colectivo  por no luchar contra la  desaparición de sus instituciones más significativas de la vida citadina en lo cultural,  tradicional y costumbrista: de la cultura social que tanto la distinguió, en sus ciudadanos conversadores que, en su actuación, fueron sabios y aportadores, en el entendimiento de lo que es una ciudad;  en sus medios de comunicación periodística, de los cuales se perdieron los archivos que contenían la mejor historia de la urbe, como el acontecimiento global que es. El hombre y suelo de Briceño  Iragorry, que llegó a  habló de que el poblador trujillano de antes fue  un  sujeto  cósmico por el conocimiento. Todo esto como enumeración interesante ha sido  su  constante preocupación. Sé que es así, me consta que es así, y a muchos de ustedes les sucede igual.  En Zuleta Rosario  se configura la trujillanía, condición dada por la práctica fecunda de la ciudadanía.

Otra virtud muy particular generada en la personalidad de este conterráneo, es que tiene una proyección, o ha logrado una proyección de conocimiento intelectual universal, sin haberse casi despegado de la tierra de origen. Desde su mismo hogar lugareño, sea la casa, la universidad, el consultorio profesional, ha dimensionado una cultura personal, una forma de ser intelectual, un conocimiento total de lo universal, que sabemos  lo tiene y por eso lo admiramos, porque Zuleta en su verdad existencial ha entendido que la profundidad está en uno mismo si es cultivador, si se tiene capacidad de enfrentar el reto que nos hace la cultura, si se topa y asimila la complejidad de las ciencias y de las humanidades, ese conjunto del hacer del hombre por sobre los laberintos de la historia, ese traer del retrotraer de la cultura universal que no pierde vigencia, como si fuese de este momento de la humanidad, aun siendo de siglos antiguos precedentes. Él, aprendió, como sostiene Enrique castellanos, “el exacto significado del tiempo en función de la conciencia del ser”, se sumergió siempre en ese escenario de la sustanciosa bibliografía superior para sacar de ella las fuentes formativas, las capacidades intelectuales que permiten la asimilación e interpretación del mundo natural y cultural, esencialmente de lo que ha hecho el hombre en su orden superior, que lo trasciende y universaliza en el espacio y el tiempo, tal como señala el concepto clásico del pensamiento humano.

Y algo muy importante, que no podemos soslayar, en una semblanza de Zuleta Rosario, es su capacidad para hacer una pedagogía sensible en todos sus procederes cotidianos, desde los más sencillos y convencionales, hasta los graves compromisos a que obliga su condición profesional académica. Sus actos son sensibles, su lenguaje,  su forma de actuar y de compartir   con el otro. Satura su espíritu con esa carga de bonhomía que a simple vista le vemos. Su trato y sonrisa cordiales por la amabilidad con que a todos se dirige por igual, ha creado una conducta sensible, por lo que todos los que lo rodean salen gananciosos de su simple conversación, y con mayor puntaje cuando se trata de asuntos de alguna temática especializada o particularizada. Esa condición de ser sensible a la par de servirle para llegar a todos con una gran efectividad, le permite el acceso a los lugares con toda la naturalidad para un  bordaje desde la conferencia exhaustiva hasta la conversación informal, como es la vida deseable de la persona humana, que es eso, un ser humano dotado y necesitado de la competencia comunicativa para su condición social y sujeto de cultura. Un axioma argentina nos indica que “En pedagogía el que no sabe achicarse no logra enseñar”. Y a veces se cree, equivocadamente, que si el docente o dirigente baja su actuación a nivel del grupo, él mismo se está  rebajando, cuando lo que deviene esa actitud es una gran condición pedagógica para el acto o proceso de la enseñanza  que es un proceso dual: enseñanza-aprendizaje, una actividad entre humanos, una integración con gran sentido recíproco.

Ahora, en este tiempo lúcido que todos vivimos todavía y cuando queremos correspondernos y entendemos;  la necesidad del homenaje, de lo que se llama “los homenajes del tiempo”, que se dan para recibir como un correspondencia moral, muy humana también y de mucho signo espiritual. Los componentes de una sociedad se reúnen y acuerdan una disposición conjunta de rendir homenaje a una persona, a un ciudadano meritorio que ha servido, que ha sido útil por la efectividad de su doctrina, que ha inculcado mensajes sanos y positivos, con el sentido de dar de sí, como una eficacia interior, de sentimientos, de desprendimientos. Y eso es lo acordado y es en lo que estamos: en  un acto en que un grupo ciudadano se reúne para homenajear a un ciudadano ético, de creencias y actitudes muy bien personificadas y practicadas con  una moral formadora de valores también, de actitudes para un cambio o un comportamiento deseable. Jesús Enrique Zuleta Rosario, que es un fundador y un agente de  fraternidad comprobada,  recibe un reconocimiento en un acto plausible  que debemos aplaudir, porque es justicia que se hace al mérito académico, pero con un mayor sentimiento, a la condición humana, al mundo interior, al animado espíritu de un hombre con probidad, caracterizado por una humildad dictada por su inteligencia, por ancestros familiares, por la autenticidad:  una personalidad forjada por las calidades de las grandes enseñanzas recibidas familiar, escolar y experiencialmente; y, colocadas en posición de destino para ayudar a desarrollar formas de vida que facilitan la vida y el bienestar de muchos otros de muy variados contextos sociales-comunitarios.

“Vivir es crecer” es otro axioma que me parece interesante. Y a este acto, amistoso y fraterno, bien pudiera yo repetir que hemos venido a vivir, y que hemos venido a crecer”.

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