Amigos de todas partes, quiero compartir con ustedes este capítulo de mi novela “Las Memorias Fulgidas”, historia de vida de los Kuikas.
En un momento del “Jabi”, alrededor de
la parte central de la celebración, Castán hizo un alto, y dirigiéndose a
Gucumatz, le dijo:
-Querido y reverenciado Gucumatz, usted
conoce como ninguno la suerte que han de correr nuestros hijos, a quienes el
valor los inspira.
-Eso es cierto, respondió el
interpelado. Y también sé que nuestro baile sagrado es el mejor canal de
protección sobre ellos, en lo que ha de venir. Y sé también que las divinidades
del aire me transmiten que saldrán victoriosos en los días de la contienda,
porque la razón los asiste.
-¿No cree usted venerable chamán, que
algo malo pudiera atravesarse en el camino a nuestros jóvenes guerreros de la
tribu?, preguntó Castán.
-Si la protección los ha beneficiado
siempre en todos los avatares anteriores vividos, ¿por qué ahora tendría que
ser diferente?, respondió convencido.
-Sí, intervino Kalayá, muchos de
nosotros tenemos como un halo de pesimismo en nuestros corazones, como
esperando un fracaso en las acciones que emprenderán nuestros guerreros. Ojalá
no sea cierta la predicción de la espesa nube que ronda nuestro pensamiento.
-Nada de pesimismos, respondió Gucumatz.
En tanto el tabiskey Castán encogía el
rostro en una extraña mueca, antes de decir:
-Ni las divinidades, ni nuestra poderosa
diosa Ikaque, permitirán que algo malo ocurra a nuestros jóvenes guerreros; la
temprana adoración que hicimos y la limpieza de las plumas en la mañana de hoy,
bendecidas por ustedes dos, son indicativos de la fortaleza espiritual de un
gran optimismo. Además de que, en la hora precisa, usted mismo Kalayá, fue
seleccionado por nosotros para tocar el Esemuy sagrado, que rara vez, en muy
contadas ocasiones memoriosas suena públicamente, como un augurio de bien. Con
al aura del instrumento sacro, nuestros hijos recibieron la mágica protección
de los dioses, por tanto, no deben fracasar en su misión.
-Claro que es así, confirmó Gucumatz. El
ruido grave de nuestro instrumento bendito agita el valor de todos nosotros,
especialmente de los jóvenes. Y ese valor insuflado a los guerreros, por
principiantes y aprendices que sean, los va a sobreponer a las maldades de los
invasores. De eso estoy seguro, completamente seguro, repitió convencido el
sacerdote mayor de la tribu.
-Ojalá sea así, dijo Kalayá.
-Ojalá, repitió Castán. Por mi parte,
les envió la bendición: que la poderosa Ikaque les ayude en la aventura y los
proteja. Ojalá que así sea, reafirmó.
Aquel primer combate había sido
desproporcionado, sin duda alguna, los jóvenes de la aldea muka no tenían la
experiencia requerida para luchar contra un enemigo bien apertrechado. Nunca antes
habían combatido contra un enemigo tan grande, por lo que fueron fácilmente
derrotados por un ejército superior. El dolor de la tribu total se sintió como
nunca antes, al escuchar el relato de los pocos sobrevivientes. Varios de
aquellos jóvenes habían sido reclutados en otras comunidades vecinas. Otros se
ofrecieron voluntarios. Tal vez lo hicieron con el propósito de llama la
atención o de hacerse sentir. Lo cierto es que actuaron con mucha imprudencia y
sin malicia, por lo que recibieron fácilmente los impactos de los arcabuces y
de otras poderosas armas esgrimidas por los extranjeros, que parecieran
haberlos estado esperando, o sobreavisados de lo que iba a ocurrir.
-Si pudiéramos aniquilarlos de una vez,
dijo Ulumán a sus compañeros, una tarde en la tribu. Si pudiéramos abatirlos
con nuestras débiles armas, insistió.
-Pero no es nada fácil, respondió Chipi.
Esa gente está muy bien aprovisionada y apertrechada.
-Si pudiéramos inyectarles el veneno de
nuestras flechas y lanzas, insistió Ulumán, mirando el horizonte abierto de la
tarde,
-Te repito hermano, eso va a costar
mucho.
-Pero debemos hacerlo, replicó esta vez
Caub, otro joven muka, sobrino del tabiskey, la moral de la tribu lo pide y no
podemos excusarnos ante la sórdida realidad, que busca a toda costa, abatir
nuestra calma de siglos y nuestra propia vida, ¿no es así?.
-Sí, es verdad, respondió Civak. El
lenguaje moral de nuestros padres está exigiendo esa conducta y una
determinación de nosotros, sin que pongamos trabajo de ninguna clase, ni que
escondamos el bulto ante el problema que padecen nuestros pueblos,
con más fuerza cada día.
-La misma furia de nuestros dioses nos
convoca a la acción, dijo Ulumán. El riesgo que todos estamos corriendo debe
llevarnos por los caminos que nos han arrebatado, por las sendas de nuestras
llanuras y montañas, que recorríamos antes en libertad y ahora no podemos
hacerlo, pues lo impide esa gente extranjera tan ajena a nuestros espacios
ancestrales. El éxodo o la muerte misma, insistió, nos espera si en los
próximos días no les caemos en cayapa a esos condenados, hasta acabarlos y
rendirlos con la muerte.
Tal era la disposición de los jóvenes
skukeyes, jirajaras, mukas, tirandaes, y de los otros pueblos kuikas, jurando
venganza ante sus deidades. Era aquela una asamblea de jóvenes tribales que
debatían la situación. Hablaban esa tarde con un ritual de guerra porque no
había ninguna otra posibilidad en ese dramático momento, vista la situación. En
el fondo lo hacían con un gran halito de tristeza. Hablaban con lenguaje
sencillo y claro; pero al igual, encendido y sin eufemismos. Eran las palabras
en boca de aquellos guerreros inexpertos que estaban lejos de sospechar la
cuantía de las acciones por emprender: ir al sacrificio en defensa de su pueblo
y salvaguardar el honor mancillado y por mancillar. La decisión estaba tomada,
aun al alto riesgo de un posible desenlace mortal.
Así
recitaba Kalayá, el joven piache, en el altar del templo:
¿Acaso
voy a mi casa? ¿Acaso con él iré?
¡También
vino a cortarse mi vida en la tierra!
¡Sé
tú dios, para mí, moldéame!
Recrea
tu pecho, apláquese tu corazón,
alégrese
tu corazón (1)
(1)
Poema azteca, en: VEIRAVE, Alfredo (1973) Literatura hispanoamericana Buenos
Aires, Kapeluz (p.6)
Hablaban como hermanos, pues al fin y al
cabo, eran hermanos por disposición de su propia génesis, por lo que les
imponía el idioma común que había aparecido siglos atrás para fabricarles una
cultura genuinamente propia y trascendente, adelantada en comparación con otros
pueblos de naciones lejanas. Aprendieron como kuikas, que ese silbido tan
sonoro era el hilo de su hermandad. Así pronunciaban ki, kiu, kius, kas, como
emblema espiritual de su civilización.
Eran pobladores frescos y sencillos como
sus montañas. Hablaban con la fruición de la sencillez. Antes, desde mucho
antes que comenzara el peligro de la pérdida de la libertad y emancipación
ancestrales. Y así convivían en diálogos hermosos, como éste siguiente entre
madres y jóvenes de la tribu:
¡Qué bella está la tarde! Exclamaba
embelesada Xibalbay, madre de Guata-Una, cuando miraba con su hija y otras
jóvenes el paisaje de la cercana montaña de Bujay.
-Está bella de verdad, respondió
Guata-Una.
-Todo esto lo relaciono con mi hogar,
intervino Kamix, madre de Ulumán; mujer madura y de experiencia. Muy allegada a
la familia del Tabiskey Castán, quien además estaba interviniendo activamente
con favores para tratar de acercar a su joven hijo con la familia de Guata-Una,
muy exigente a la hora de seleccionar al que sería marido apropiado para la
princesa, heredera de la principal tribu de toda la aldea muka.
-Me encanta este silencio que vivimos
las mujeres, siguió expresando, en tanto nuestros maridos e hijos están en las
simientes, en las labores de la siembra. -Me encanta ciertamente, volvió a
decir.
-Y a mí, en lo particular, me apasiona
este silencio, dijo Raxa, hermana de Ulumán y muy allegada a Guata-Una, con la
que practicaba una estrecha amistad. -No sé, pero tengo una envidia a nuestros
hermanos que se pasan el día en medio de la naturaleza, ora sembrando, ora
cazando o pescando, recibiendo directamente el fuerte airecillo de los páramos,
que pareciera pegárseles en los cachetes y pintárselos de rojo, como regresan
colorados de onoto cuando desaparece el sol de los venados, a finales de la
tarde.
-Esa me parece la mejor relación, acotó
Guata-Una, es el premio de la naturaleza a los que trabajan y sacan sus bienes
y riquezas. Ellos cumplen el ritual del trabajo para que nosotras vivamos,
aunque a veces, sobre todo en el tiempo del parto, ocurre lo contrario. ¿No es
así?
-Sí, pero nosotras también trabajamos, y
duro, intervino Kamix. Por ejemplo, ellos siembran y recogen el algodón, y
después nosotras fabricamos las telas y tejemos las sayas y túnicas que salen
de nuestras manos artesanales, la ropa que usamos a diario, y la especial que
nos ponemos cuando asistimos al templo y a otras celebraciones. Lo mismo que
tejemos las cestas y manares de sisal que se llevan a los campos y se llenan de
mazorcas de maíz, y de otros tipos de frutas y hortalizas para las comidas y
las ofrendas.
-Es bueno recordar, continuó su
explicación Kamix, que por mandato de los códices de nuestras tradiciones, las
mejores muestras de maíz, las mazorcas más grandes, las mejores frutas y
hortalizas están destinadas a los dioses, en especial, a nuestra venerada madre
Ikaque, la Portentosa, que recibe nuestros bienes por intermedio del chamán
Gucumatz, quien nos bendice y solicita la protección de la excelsa divinidad,
como siempre nos protege como verdaderos kuikas que somos, es decir, como
hermanos, las tres veces que manda la tradición pronunciar la palabra para
mantenernos en estado de pureza.
-Eso lo recordaremos siempre Kamix,
interviene Xibalbay. Además es bueno insistir en ello, y que todas nos
comprometamos más con los mandatos de nuestros códigos orales.
-¡Miren la extensión del cielo!, exclama
Guata-Una. Miren como esta quieta la tarde en la aldea. ¡Qué belleza de
paisaje!
-Mira, madre, insistió Guata-Una en su
asombro. No se ve ni un solo hombre a la distancia, aseveró.
-Ni un solo animal tampoco, habló la
joven Husaca, que no había intervenido en la conversación. Hombres y animales
se van juntos al campo, y regresan juntos, como un equipo, sostuvo.
-No tanto que sean un equipo, dijo
Guata-Una, sino hay que ver lo útil que son los animales al lado de sus dueños;
los protegen y les sirven de ayuda y compañía.
-Y los pequeños peones también, dijo
Kamix. Recuerden el día en que Topac, uno de nuestros peones salvó a Ulumán de
una muerte segura, cuando lo atacó una culebra mapanare y estuvo a punto de
morderlo. Si no es por los gritos de Topac que lo alertaron, mi pobre hijo
hubiera sido atacado por el feroz animal, al que vio en el último momento
cuando cogió el hacha y le dio varios tajos hasta matarla.
-Todavía recordamos, intervino Raxa,
cuando Ulumán llegó a la casa y traía en su costal la enorme bicha descuartizada,
y nos la mostró a todos como un trofeo.
-¡Como un trofeo!, recalcó la madre, con
el dejo de una naciente sonrisa. Pero ese trofeo estuvo a punto de matar a mi
muchacho. Sólo la providencia y la intercesión de la venerable Ikaque, y la
vista de Topac, lograron que Ulumán la viera y la matara, todo en un santiamén.
Cercana, la faz de la tierra tardecina
seguía alumbrada por las luces del crepúsculo, ese infaltable sol poniente de
los venados, desde arriba en las estribaciones del cerro Vichú. Todo el paisaje
estaba en calma. Solamente las voces de las mujeres de la tribu se escuchaban a
la redonda, como una susurrada oración femenina.
Era la hermosa soledad de la aldea muka,
la calma ancestral de una zona poblada por siglos y viviendo en paz. Como una
música celeste en todo el ámbito surgía la tierna melodía natural, un soplo
augusto con el que la tarde homenajeaba al lugar. En tanto, la diosa Ikaque,
allá adentro en su trono, reposaba como todas las tardes. Y en tanto,
Suquinaka, la adoratriz que había renunciado a todo por cuidar a la deidad
mayor, preparaba el acostumbrado sahumerio del anochecer para colocarlo al pie
del altar donde tenía su trono, en lo más profundo del templo.
Ni un viajero en la hora vesperal.
Únicamente las mujeres de la tribu en espera de sus maridos e hijos para
servirles la comida en los respectivos caneyes, de donde, más que el olor de la
comida bien condimentada, salía cual vaho, el humo de las chamizas y leños
secos, puestos en las topias del fogón ennegrecido y encarbonado por el uso
constante.
Entonces, dice el augurio que narra la
dimensión del tiempo de la tribu:
“Una luz resplandeciente
hace brillar la cara de los cielos”
Y lejos, bien lejos, hacia el abra de los cerros,
todavía medio despejados por la tenue luz de la noche naciente, las copas de
los árboles eran mecidas por una suave brisa, la brisa pura de la tarde
crepuscular muka.
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