Página de Historia Regional

martes, 3 de junio de 2014

Vencer al tiempo y a la muerte

Amigos de todas partes, quiero compartir con ustedes este capítulo de mi novela “Las Memorias Fulgidas”, historia de vida de los Kuikas.

Días después que aquellos jóvenes de la tribu muka se juntaron para ir al más cercano campamento de los extranjeros, con el propósito de hacerles una guazabara, sin pensar que iban a su primer fracaso, en el bohío principal del pueblo estaban reunidos el tabiskey Castán, el piache Gucumatz y Kalayá, un joven chamán, con el objeto de presidir la llamada “Fiesta de la Victoria Esperada”, es decir, un grande y consagrado festejo que todos llamaban “Jabi-Sanuka”, como especie de baile religioso dedicado a tres divinidades específicas, en este caso a Cuzuco, divinidad de la guerra, Nonatu, dios de la vida y Karachí, dios del valor. Para ellos, precisamente, estuvieron bailando durante muchas horas consecutivas casi todos los miembros de la tribu muka.

En un momento del “Jabi”, alrededor de la parte central de la celebración, Castán hizo un alto, y dirigiéndose a Gucumatz, le dijo:

-Querido y reverenciado Gucumatz, usted conoce como ninguno la suerte que han de correr nuestros hijos, a quienes el valor los inspira.

-Eso es cierto, respondió el interpelado. Y también sé que nuestro baile sagrado es el mejor canal de protección sobre ellos, en lo que ha de venir. Y sé también que las divinidades del aire me transmiten que saldrán victoriosos en los días de la contienda, porque la razón los asiste.

-¿No cree usted venerable chamán, que algo malo pudiera atravesarse en el camino a nuestros jóvenes guerreros de la tribu?, preguntó Castán.

-Si la protección los ha beneficiado siempre en todos los avatares anteriores vividos, ¿por qué ahora tendría que ser diferente?, respondió convencido.

-Sí, intervino Kalayá, muchos de nosotros tenemos como un halo de pesimismo en nuestros corazones, como esperando un fracaso en las acciones que emprenderán nuestros guerreros. Ojalá no sea cierta la predicción de la espesa nube que ronda nuestro pensamiento.

-Nada de pesimismos, respondió Gucumatz.

En tanto el tabiskey Castán encogía el rostro en una extraña mueca, antes de decir:

-Ni las divinidades, ni nuestra poderosa diosa Ikaque, permitirán que algo malo ocurra a nuestros jóvenes guerreros; la temprana adoración que hicimos y la limpieza de las plumas en la mañana de hoy, bendecidas por ustedes dos, son indicativos de la fortaleza espiritual de un gran optimismo. Además de que, en la hora precisa, usted mismo Kalayá, fue seleccionado por nosotros para tocar el Esemuy sagrado, que rara vez, en muy contadas ocasiones memoriosas suena públicamente, como un augurio de bien. Con al aura del instrumento sacro, nuestros hijos recibieron la mágica protección de los dioses, por tanto, no deben fracasar en su misión.

-Claro que es así, confirmó Gucumatz. El ruido grave de nuestro instrumento bendito agita el valor de todos nosotros, especialmente de los jóvenes. Y ese valor insuflado a los guerreros, por principiantes y aprendices que sean, los va a sobreponer a las maldades de los invasores. De eso estoy seguro, completamente seguro, repitió convencido el sacerdote mayor de la tribu.

-Ojalá sea así, dijo Kalayá.

-Ojalá, repitió Castán. Por mi parte, les envió la bendición: que la poderosa Ikaque les ayude en la aventura y los proteja. Ojalá que así sea, reafirmó.

Aquel primer combate había sido desproporcionado, sin duda alguna, los jóvenes de la aldea muka no tenían la experiencia requerida para luchar contra un enemigo bien apertrechado. Nunca antes habían combatido contra un enemigo tan grande, por lo que fueron fácilmente derrotados por un ejército superior. El dolor de la tribu total se sintió como nunca antes, al escuchar el relato de los pocos sobrevivientes. Varios de aquellos jóvenes habían sido reclutados en otras comunidades vecinas. Otros se ofrecieron voluntarios. Tal vez lo hicieron con el propósito de llama la atención o de hacerse sentir. Lo cierto es que actuaron con mucha imprudencia y sin malicia, por lo que recibieron fácilmente los impactos de los arcabuces y de otras poderosas armas esgrimidas por los extranjeros, que parecieran haberlos estado esperando, o sobreavisados de lo que iba a ocurrir.

-Si pudiéramos aniquilarlos de una vez, dijo Ulumán a sus compañeros, una tarde en la tribu. Si pudiéramos abatirlos con nuestras débiles armas, insistió.

-Pero no es nada fácil, respondió Chipi. Esa gente está muy bien aprovisionada y apertrechada.

-Si pudiéramos inyectarles el veneno de nuestras flechas y lanzas, insistió Ulumán, mirando el horizonte abierto de la tarde,

-Te repito hermano, eso va a costar mucho.

-Pero debemos hacerlo, replicó esta vez Caub, otro joven muka, sobrino del tabiskey, la moral de la tribu lo pide y no podemos excusarnos ante la sórdida realidad, que busca a toda costa, abatir nuestra calma de siglos y nuestra propia vida, ¿no es así?.

-Sí, es verdad, respondió Civak. El lenguaje moral de nuestros padres está exigiendo esa conducta y una determinación de nosotros, sin que pongamos trabajo de ninguna clase, ni que escondamos el bulto ante el  problema que padecen nuestros pueblos, con más fuerza cada día.

-La misma furia de nuestros dioses nos convoca a la acción, dijo Ulumán. El riesgo que todos estamos corriendo debe llevarnos por los caminos que nos han arrebatado, por las sendas de nuestras llanuras y montañas, que recorríamos antes en libertad y ahora no podemos hacerlo, pues lo impide esa gente extranjera tan ajena a nuestros espacios ancestrales. El éxodo o la muerte misma, insistió, nos espera si en los próximos días no les caemos en cayapa a esos condenados, hasta acabarlos y rendirlos con la muerte.

Tal era la disposición de los jóvenes skukeyes, jirajaras, mukas, tirandaes, y de los otros pueblos kuikas, jurando venganza ante sus deidades. Era aquela una asamblea de jóvenes tribales que debatían la situación. Hablaban esa tarde con un ritual de guerra porque no había ninguna otra posibilidad en ese dramático momento, vista la situación. En el fondo lo hacían con un gran halito de tristeza. Hablaban con lenguaje sencillo y claro; pero al igual, encendido y sin eufemismos. Eran las palabras en boca de aquellos guerreros inexpertos que estaban lejos de sospechar la cuantía de las acciones por emprender: ir al sacrificio en defensa de su pueblo y salvaguardar el honor mancillado y por mancillar. La decisión estaba tomada, aun al alto riesgo de un posible desenlace mortal.

Así recitaba Kalayá, el joven piache, en el altar del templo:

¿Acaso voy a mi casa? ¿Acaso con él iré?

¡También vino a cortarse mi vida en la tierra!

¡Sé tú dios, para mí, moldéame!

Recrea tu pecho, apláquese tu corazón,

alégrese tu corazón (1)

(1) Poema azteca, en: VEIRAVE, Alfredo (1973) Literatura hispanoamericana Buenos Aires, Kapeluz (p.6)

Hablaban como hermanos, pues al fin y al cabo, eran hermanos por disposición de su propia génesis, por lo que les imponía el idioma común que había aparecido siglos atrás para fabricarles una cultura genuinamente propia y trascendente, adelantada en comparación con otros pueblos de naciones lejanas. Aprendieron como kuikas, que ese silbido tan sonoro era el hilo de su hermandad. Así pronunciaban ki, kiu, kius, kas, como emblema espiritual de su civilización.

Eran pobladores frescos y sencillos como sus montañas. Hablaban con la fruición de la sencillez. Antes, desde mucho antes que comenzara el peligro de la pérdida de la libertad y emancipación ancestrales. Y así convivían en diálogos hermosos, como éste siguiente entre madres y jóvenes de la tribu:

¡Qué bella está la tarde! Exclamaba embelesada Xibalbay, madre de Guata-Una, cuando miraba con su hija y otras jóvenes el paisaje de la cercana montaña de Bujay.

-Está bella de verdad, respondió Guata-Una.

-Todo esto lo relaciono con mi hogar, intervino Kamix, madre de Ulumán; mujer madura y de experiencia. Muy allegada a la familia del Tabiskey Castán, quien además estaba interviniendo activamente con favores para tratar de acercar a su joven hijo con la familia de Guata-Una, muy exigente a la hora de seleccionar al que sería marido apropiado para la princesa, heredera de la principal tribu de toda la aldea muka.

-Me encanta este silencio que vivimos las mujeres, siguió expresando, en tanto nuestros maridos e hijos están en las simientes, en las labores de la siembra. -Me encanta ciertamente, volvió a decir.

-Y a mí, en lo particular, me apasiona este silencio, dijo Raxa, hermana de Ulumán y muy allegada a Guata-Una, con la que practicaba una estrecha amistad. -No sé, pero tengo una envidia a nuestros hermanos que se pasan el día en medio de la naturaleza, ora sembrando, ora cazando o pescando, recibiendo directamente el fuerte airecillo de los páramos, que pareciera pegárseles en los cachetes y pintárselos de rojo, como regresan colorados de onoto cuando desaparece el sol de los venados, a finales de la tarde.

-Esa me parece la mejor relación, acotó Guata-Una, es el premio de la naturaleza a los que trabajan y sacan sus bienes y riquezas. Ellos cumplen el ritual del trabajo para que nosotras vivamos, aunque a veces, sobre todo en el tiempo del parto, ocurre lo contrario. ¿No es así?

-Sí, pero nosotras también trabajamos, y duro, intervino Kamix. Por ejemplo, ellos siembran y recogen el algodón, y después nosotras fabricamos las telas y tejemos las sayas y túnicas que salen de nuestras manos artesanales, la ropa que usamos a diario, y la especial que nos ponemos cuando asistimos al templo y a otras celebraciones. Lo mismo que tejemos las cestas y manares de sisal que se llevan a los campos y se llenan de mazorcas de maíz, y de otros tipos de frutas y hortalizas para las comidas y las ofrendas.

-Es bueno recordar, continuó su explicación Kamix, que por mandato de los códices de nuestras tradiciones, las mejores muestras de maíz, las mazorcas más grandes, las mejores frutas y hortalizas están destinadas a los dioses, en especial, a nuestra venerada madre Ikaque, la Portentosa, que recibe nuestros bienes por intermedio del chamán Gucumatz, quien nos bendice y solicita la protección de la excelsa divinidad, como siempre nos protege como verdaderos kuikas que somos, es decir, como hermanos, las tres veces que manda la tradición pronunciar la palabra para mantenernos en estado de pureza.

-Eso lo recordaremos siempre Kamix, interviene Xibalbay. Además es bueno insistir en ello, y que todas nos comprometamos más con los mandatos de nuestros códigos orales.

-¡Miren la extensión del cielo!, exclama Guata-Una. Miren como esta quieta la tarde en la aldea. ¡Qué belleza de paisaje!

-Mira, madre, insistió Guata-Una en su asombro. No se ve ni un solo hombre a la distancia, aseveró.

-Ni un solo animal tampoco, habló la joven Husaca, que no había intervenido en la conversación. Hombres y animales se van juntos al campo, y regresan juntos, como un equipo, sostuvo.

-No tanto que sean un equipo, dijo Guata-Una, sino hay que ver lo útil que son los animales al lado de sus dueños; los protegen y les sirven de ayuda y compañía.

-Y los pequeños peones también, dijo Kamix. Recuerden el día en que Topac, uno de nuestros peones salvó a Ulumán de una muerte segura, cuando lo atacó una culebra mapanare y estuvo a punto de morderlo. Si no es por los gritos de Topac que lo alertaron, mi pobre hijo hubiera sido atacado por el feroz animal, al que vio en el último momento cuando cogió el hacha y le dio varios tajos hasta matarla.

-Todavía recordamos, intervino Raxa, cuando Ulumán llegó a la casa y traía en su costal la enorme bicha descuartizada, y nos la mostró a todos como un trofeo.

-¡Como un trofeo!, recalcó la madre, con el dejo de una naciente sonrisa. Pero ese trofeo estuvo a punto de matar a mi muchacho. Sólo la providencia y la intercesión de la venerable Ikaque, y la vista de Topac, lograron que Ulumán la viera y la matara, todo en un santiamén.

Cercana, la faz de la tierra tardecina seguía alumbrada por las luces del crepúsculo, ese infaltable sol poniente de los venados, desde arriba en las estribaciones del cerro Vichú. Todo el paisaje estaba en calma. Solamente las voces de las mujeres de la tribu se escuchaban a la redonda, como una susurrada oración femenina.

Era la hermosa soledad de la aldea muka, la calma ancestral de una zona poblada por siglos y viviendo en paz. Como una música celeste en todo el ámbito surgía la tierna melodía natural, un soplo augusto con el que la tarde homenajeaba al lugar. En tanto, la diosa Ikaque, allá adentro en su trono, reposaba como todas las tardes. Y en tanto, Suquinaka, la adoratriz que había renunciado a todo por cuidar a la deidad mayor, preparaba el acostumbrado sahumerio del anochecer para colocarlo al pie del altar donde tenía su trono, en lo más profundo del templo.

Ni un viajero en la hora vesperal. Únicamente las mujeres de la tribu en espera de sus maridos e hijos para servirles la comida en los respectivos caneyes, de donde, más que el olor de la comida bien condimentada, salía cual vaho, el humo de las chamizas y leños secos, puestos en las topias del fogón ennegrecido y encarbonado por el uso constante.

Entonces, dice el augurio que narra la dimensión del tiempo de la tribu:

“Una luz resplandeciente

hace brillar la cara de los cielos”

Y lejos, bien lejos, hacia el abra de los cerros, todavía medio despejados por la tenue luz de la noche naciente, las copas de los árboles eran mecidas por una suave brisa, la brisa pura de la tarde crepuscular muka.

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